lunes, 11 de mayo de 2009

El caballero de la armadura oxidada capítulo 6

EL CASTILLO DE LA VOLUNTAD Y LA OSADÍA

Hacia el amanecer del día siguiente, el inverosímil trío llegó al último castillo. Era más alto que los otros y sus muros parecían más gruesos. Confiado de que atravesaría velozmente este castillo, el caballero cruzó el puente levadizo con los animales.
Cuando estaban a medio camino se abrió de golpe la puerta del castillo y un enorme y amenazador dragón, cubierto de relucientes escamas verdes, surgió de su interior, echando fuego por la boca. Espantado, el caballero se paró en seco.
Había visto muchos dragones, pero éste no se parecía a ninguno. Era enorme, y las llamas salían no sólo de su boca, como sucedía con cualquier dragón común y corriente, sino también de sus ojos y oídos. Y, por si eso fuera poco, las llamas eran azules, lo cual quería decir que este dragón tenía un alto contenido de butano.
El caballero buscó su espada, pero su mano no encontró nada. Comenzó a temblar. Con una voz débil e irreconocible, el caballero pidió ayuda a Merlín, más, para su desesperación, el mago no apareció.
- ¿Por qué no viene? - preguntó ansiosamente, al tiempo que esquivaba una llamarada azul del monstruo.
- No lo sé - replicó Ardilla - Normalmente se puede contar con él.
Rebeca, sentada sobre el hombre del caballero, ladeó la cabeza y escuchó con atención.
- Por lo que he podido captar, Merlín está en París, asistiendo a una conferencia sobre magos.
“No me puede abandonar ahora”, se dijo el caballero. “Me prometió que no habría dragones en el Sendero de la Verdad”
- Se refería a dragones comunes y corrientes - rugió el monstruo con una voz que hizo temblar los árboles y que por poco hizo caer a Rebeca del hombro del caballero.
La situación parecía seria. Un dragón que podía leer las mentes era definitivamente lo peor que se podía esperar pero, de alguna manera, el caballero logró dejar de temblar. Con la voz más fuerte y potente que pudo, gritó:
- ¡Fuera de mi camino, bombona de butano gigante!
La bestia bufó, lanzando fuego en todas direcciones.
- Caramba, ¡qué atrevido el gatito asustado!
El caballero, que no sabía que más hacer, intentó ganar tiempo.
- ¿Qué haces en el Castillo de la voluntad y la Osadía? - preguntó.
- ¿Hay algún sitio mejor donde yo pueda vivir? - Soy el Dragón del Miedo y la Duda.
El caballero reconoció que el nombre era muy acertado. Miedo y duda era exactamente lo que sentía.
El dragón volvió a vociferar:
- Estoy aquí para acabar con todos los listillos que piensan que pueden derrotar a cualquiera simplemente porque han pasado por el Castillo del Conocimiento.
Rebeca susurró al oído del caballero:
- Merlín dijo una vez que el conocimiento de uno mismo podía matar al Dragón del Miedo y la Duda.
- ¿Y tú lo crees? - susurró al caballero.
- Sí - afirmó Rebeca con firmeza.
- ¡Pues, entonces, encárgate tú de ese lanzallamas verde! - El caballero dio media vuelta y cruzó el puente levadizo corriendo, en retirada.
- ¡Jo, jo, jo! - rió el dragón, y con su último “jo” por poco quema los pantalones del caballero.
- ¿Os retiráis después de haber llegado tan lejos? - preguntó Ardilla, mientras el caballero se sacudía las chispas de la espalda.
- No lo sé - replicó él - He llegado a habituarme a ciertos lujos, como vivir.
San intervino.
- ¿Cómo te soportas si no tienes la voluntad y la osadía de poner a prueba el conocimiento que tienes de ti mismo?
- ¿Tú también crees que el conocimiento de uno mismo puede matar al Dragón del Miedo y la Duda? - preguntó el caballero.
- Por supuesto. El conocimiento de uno mismo es la verdad y ya sabes lo que dicen: “la verdad es más poderosa que la espada”.
- Ya sé que eso es lo que se dice, pero ¿hay alguien que lo haya probado y haya sobrevivido? - preguntó sutilmente el caballero.
Tan pronto como acabó de pronunciar estas palabras, el caballero recordó que no necesitaba probar nada. Era bueno, generoso y amoroso. Por lo tanto, no debía sentir ni miedo ni dudas. El dragón no era más que una ilusión.

El caballero dirigió la mirada a través del puente hacia donde se encontraba el monstruo lanzando fuego hacia unos arbustos, por lo visto para no perder la práctica. Con el pensamiento en la mente de que el dragón sólo existía si él creía que existía, el caballero inspiró profundamente y, con lentitud, volvió a atravesar el puente levadizo.
El dragón, por supuesto, fue a su encuentro, bufando y echando fuego. Esta vez, sin embargo, el caballero siguió adelante. Pero el coraje del caballero no tardó en comenzar a derretirse, al igual que su barba, con el calor de las llamaradas del dragón. Con un grito de temor y angustia, dio media vuelta y salió corriendo.
El dragón dejó escapar una poderosa carcajada y disparó un chorro de fuego contra el caballero en retirada. Con un aullido de dolor, el caballero atravesó el puente como una bala, con Rebeca y Ardilla tras él. Al divisar un pequeño arroyo, sumergió rápidamente su chamuscado trasero en el agua fresca, sofocando las llamas en el acto.
Ardilla y Rebeca intentaban consolarlo desde la orilla.
- Habéis sido muy valiente - dijo Ardilla.
- No está mal por tratarse del primer intento - añadió Rebeca.
Sorprendido, el caballero la miró desde donde estaba.
- ¿Cómo que el primer intento?
Ardilla le respondió con toda naturalidad:
- Tendréis más suerte la segunda vez
El caballero respondió enfadado:
- Tú irás la segunda vez.
- Recordad que el dragón es sólo una ilusión - dijo Rebeca.
- ¿Y el fuego que sale de su boca? ¿Eso también es una ilusión?
- En efecto - respondió Rebeca - el fuego también era una ilusión.
- Entonces, ¿cómo es que estoy sentado en este arroyo con el trasero quemado? - exigió el caballero.
- Porque vos mismo hicisteis que el fuego fuera real, le dais el poder de quemar vuestro trasero o cualquier otra cosa - dijo Ardilla.
- Tienes razón - corroboró Sam - Debes regresar y enfrentarte al dragón de una vez por todas.
El caballero se sintió acorralado. Eran tres contra uno. O, mejor dicho, dos y medio contra uno; la mitad Sam del caballero estaba de acuerdo con Ardilla y Rebeca, mientras que la otra mitad quería permanecer en el arroyo.
Mientras el caballero luchaba contra un coraje que flaqueaba, oyó a Sam decir:
- Dios le dio coraje al hombre. El hombre da coraje a Dios.
- Estoy harto de intentar comprender el significado de las cosas. Prefiero quedarme sentado en el arroyo y descansar.
- Mira - lo animó Sam - si te enfrentas al dragón, hay una posibilidad de que lo elimines, pero si no te enfrentas a él, es seguro que él te destruirá.
- Las decisiones son fáciles cuando sólo hay una alternativa - dijo el caballero. Se puso en pie de mala gana, inspiró profundamente y cruzó el puente levadizo una vez más.
El dragón le miró incrédulo. Era un tipo verdaderamente terco.
- ¿Otra vez? - bufó - Bueno, esta vez sí que te pienso quemar.
Pero esta vez el caballero que marchaba hacia el dragón era otro; uno que cantaba una y otra vez: “el miedo y la duda son ilusiones”.
El dragón lanzó gigantescas llamaradas contra el caballero una y otra vez pero, por más que lo intentaba, no lograba hacerlo arder.
A medida que el caballero se iba acercando, el dragón se iba haciendo cada vez más pequeño, hasta que alcanzó el tamaño de una rana. Una vez extinguida su llama, el dragón comenzó a lanzar semillas. Estas semillas - las Semillas de la Duda - tampoco lograron detener al caballero. El dragón se iba haciendo aún más pequeño a medida que continuaba avanzando con determinación.
- ¡He vencido! - exclamó el caballero victorioso.
El dragón apenas podía hablar.
- Quizás esta vez, pero regresaré una y otra vez para bloquear tu camino.
Dicho esto, desapareció con una explosión de humo azul.
- Regresa siempre que quieras - le gritó el caballero - Cada vez que lo hagas, yo seré más fuerte y tú más débil.
Rebeca voló y aterrizó en el hombro del caballero.
- Lo veis, yo tenía razón. El conocimiento de uno mismo puede matar al Dragón del Miedo y la Duda.

- Si realmente creías que era sí, ¿por qué no me acompañaste cuando me acerqué al dragón? - preguntó el caballero, que ya no se sentía inferior a su amiga emplumada.
Rebeca mulló sus plumas.
- No quería interferir. Era vuestro viaje.
Divertido, el caballero estiró el brazo para abrir la puerta del castillo, pero ¡el Castillo de la Voluntad y la Osadía habían desaparecido!
Sam le explicó:
- No tienes que aprender sobre la voluntad y la osadía porque acabas de demostrar que ya la posees.
El caballero echó la cabeza hacia atrás, riendo de pura alegría. Podía ver la cima de la montaña. El sendero parecía aún más empinado que antes, pero no importaba.
Sabía que ya nada le podía detener.
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Fisher, Robert, El Caballero de la Armadura Oxidada (12ª edición), 2002, Obelisco: Barcelona, ISBN 9788477209676

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