lunes, 27 de abril de 2009

El caballero de la armadura oxidada capítulo 4

EL CASTILLO DEL SILENCIO

Abandonado a su suerte, el caballero asomó la cabeza con precaución por la puerta del castillo. Las rodillas te temblaban ligeramente, por lo que producía un ruido metálico a causa de su armadura. Como no quería parecer una gallina frente a una paloma, en caso de que Rebeca pudiera verle, reunió fuerzas y entró valientemente, cerrando la puerta a sus espaldas.
Por un momento deseó no haber dejado atrás su espada, pero Merlín le había prometido que no tendría que matar dragones, y el caballero confiaba en el mago.
Entró en la enorme antesala del castillo y miró a su alrededor. Sólo vio el fuego que ardía en una enorme chimenea de piedra en uno de los muros y tres alfombras en el suelo. Se sentó en la alfombra más cercana al fuego.
El caballero pronto se dio cuenta de dos cosas: primero, parecía no haber ninguna puerta que lo condujera fuera de la habitación, hacia otras áreas del castillo. Segundo, había un extraordinario y aterrador silencio. Se sobresaltó al notar que el fuego ni siquiera chasqueaba. El caballero pensaba que su castillo era silencioso, especialmente en las épocas en que Julieta no le hablaba durante días, pero aquello no era nada comparado con esto. El Castillo del Silencio hacia honor a su nombre, pensó. Jamás en su vida se había sentido tan solo.
De repente, el caballero se sobresaltó por el sonido de una voz familiar a sus espaldas.
- Hola caballero.
El caballero se giró y se sorprendió al ver al rey aproximarse desde una esquina lejana de la habitación.
-¡Rey! - dijo con la voz entrecortada - Ni siquiera os había visto. ¿Qué estáis haciendo aquí?
- Lo mismo que vos, caballero: buscando la puerta.
El caballero miró a su alrededor otra vez.
- No veo ninguna puerta.
- Uno no puede ver realmente hasta que comprende - dijo el Rey - Cuando comprendáis lo que hay en esta habitación, podréis ver la puerta que conduce a la siguiente.
- Definitivamente, eso espero, rey - dijo el caballero - Me sorprende veros aquí. Había oído que estabais en una cruzada.
- Eso es lo que dicen siempre que viajo por el Sendero de la Verdad - explicó el rey - Mis súbditos lo entienden mejor así.
El caballero parecía perplejo.
- Todo el mundo entiende las cruzadas - dijo el rey - pero muy pocos comprenden la Verdad.
- Sí - asintió el caballero - Yo mismo no estaría en este Sendero si no estuviera atrapado en esta armadura.
- La mayoría de la gente está atrapada en su armadura - declaró el rey.
- ¿Qué queréis decir? - preguntó el caballero.
- Ponemos barreras para protegernos de quienes creemos que somos. Luego un día quedamos atrapados tras las barreras y ya no podemos salir.
- Nunca pensé que vos estuvierais atrapado, rey. Sois tan sabio... dijo el caballero.
El rey soltó una carcajada.
- Soy lo suficientemente sabio como para saber cuándo estoy atrapado, y también para regresar aquí para aprender más de mí mismo.
El caballero estaba entusiasmado, pensando que quizás el rey podría mostrarle el camino.
- Decidme - dijo el caballero, su rostro iluminado - ¿podríamos atravesar el castillo juntos? Así no sería tan solitario.
El rey negó con la cabeza.
- Una vez lo intenté. Es verdad que mis compañeros y yo no nos sentíamos solos porque hablábamos constantemente, pero cuando uno habla es imposible ver la puerta de salida de esta habitación.
- Quizá podríamos limitarnos a caminar juntos, sin hablar - sugirió el caballero. No le apetecía mucho tener que caminar solo por el Castillo del Silencio.
El rey volvió a negar con la cabeza, esta vez con más fuerza.
- No, también lo intenté. Hizo que el vacío fuera menos doloroso, pero tampoco pude ver la puerta de salida.
El caballero protestó.
- Pero si no estabais hablando...
- Permanecer en silencio es algo más que no hablar - dijo el rey - Descubrí que, cuando estaba con alguien, mostraba sólo mi mejor imagen. No dejaba caer mis barreras, de manera que ni yo ni la otra persona podíamos ver lo que yo intentaba esconder.
- No lo capto - dijo el caballero.
- Lo comprenderéis - replicó el rey - cuando hayáis permanecido aquí el tiempo suficiente. Uno debe estar solo para poder dejar caer su armadura.
El caballero estaba desesperado.
- ¡No quiero quedarme aquí solo! - exclamó, golpeando el suelo con el pie, y dejándolo caer involuntariamente sobre el pie del rey.
El rey gritó de dolor y comenzó a dar saltos.
¡El caballero estaba horrorizado! Primero al herrero; ahora al rey.
- Perdonad, señor - dijo, disculpándose.
El rey se acarició el pie con suavidad.
- Oh, bueno. Esa armadura os hace más daño a vos que a mí - luego, miró al caballero con expresión sabia -. Comprendo que no queráis quedaros solo en el castillo. Yo tampoco deseaba las primeras veces que estuve aquí, pero ahora me doy cuenta de que lo que uno ha de hacer aquí, lo ha de hacer solo - Dicho esto, se alejó cojeando al tiempo que decía -: Ahora debo irme.
Perplejo, el caballero preguntó:
- ¿A dónde vais? La puerta está por aquí.
- Esa puerta es sólo de entrada. La puerta que lleva a la siguiente habitación está en la pared más lejana. La vi, por fin, cuando vos entrabais - dijo el rey.
-¿Qué queréis decir con que por fin la visteis? ¿No recordabais dónde estaba, de las otras veces que estuvisteis aquí? - preguntó el caballero, sin comprender por qué el rey continuaba viniendo.
- Uno nunca acaba de viajar por el Sendero de la Verdad. Cada vez que vengo, a medida que voy comprendiendo cada vez más, encuentro nuevas puertas - el rey se despidió con la mano - Trataos bien, buen amigo.
-¡Aguardad, por favor! - le suplicó el caballero.
El rey se volvió y le miró con compasión.
-¿Sí?
El caballero, que no podía hacer que tambalease la resolución del rey, pidió:
- ¿Hay algún consejo que me podáis dar antes de iros?
El rey lo pensó por un momento, luego respondió:
- Esto es un nuevo tipo de cruzada para vos, querido caballero: una que requiere más coraje que todas las otras batallas que habéis conocido antes. Si lográis reunir las fuerzas necesarias y quedaros para hacer lo que tenéis que hacer aquí será vuestra mayor victoria.
Dicho esto, el rey se giró y, estirando el brazo como para abrir una puerta, desapareció en la pared, dejando al caballero mirando con incredulidad.
El caballero corrió al sitio donde había estado el rey, esperando que, de cerca, también pudiera ver la puerta. Al encontrar tan sólo lo que parecía ser una pared sólida, comenzó a caminar por toda la habitación. Lo único que el caballero podía oír era el sonido de su armadura resonando por todo el castillo.
Después de un rato, se sentía más deprimido que nunca. Para animarse, cantó un par de canciones de batalla: Estaré contigo para llevarte a una Cruzada, cariño y Dondequiera que deje mi yelmo, es mi casa. Las cantó una y otra vez.
A medida que su voz se fue cansando, la quietud comenzó a ahogar su canto, envolviéndolo en el silencio más absoluto. Sólo entonces pudo el caballero admitir francamente algo que ya sabía: tenía miedo a estar solo.
En ese momento, vio una puerta en la pared más lejana de la habitación. Fue hasta ella, la abrió lentamente y entró en otra habitación. Esta otra sala se parecía mucho a la anterior, sólo que era más pequeña. También ésta estaba vacía de todo sonido.
Para pasar el tiempo, el caballero, comenzó a hablar consigo mismo. Decía cualquier cosa que le venía a la mente. Habló de cómo era de pequeño y de qué manera era diferente de los otros niños que conocía. Mientras cazaban codornices y jugaban a “Ponle la cola al burro”, él se quedaba en casa y leía. Como en aquel entonces los libros eran manuscritos de los monjes, había pocos y, muy pronto, los hubo leído todos. Fue entonces cuando comenzó a hablar con todo aquel que pasaba delante de él. Cuando no había con quién hablar, hablaba consigo mismo, igual que ahora.
Se encontró diciendo que había hablado tanto durante toda su vida para evitar sentirse solo.
El caballero pensó profundamente sobre esto hasta que el sonido de su propia voz rompió el aterrador silencio.
- Supongo que siempre he tenido miedo de estar solo.

Mientras pronunciaba estas palabras, otra puerta se hizo visible. El caballero la abrió y entró en la siguiente habitación. Era más pequeña aún que la anterior.
Se sentó en el suelo y continuó pensando. Al poco rato, le vino el pensamiento de que toda su vida había perdido el tiempo hablando de lo que había hecho y de lo que iba a hacer. Nunca había disfrutado de lo que pasaba en el momento. Y entonces apareció otra puerta. Llevaba a una habitación aún más pequeña que las anteriores.
Animado por su progreso, el caballero hizo algo que nunca antes había hecho. Se quedó quieto y escuchó el silencio. Se di cuenta de que, durante la mayor parte de su vida, no había escuchado realmente a nadie ni a nada. El sonido del viento, de la lluvia, el sonido del agua que corre por los arroyos, habían estado siempre ahí, pero en realidad nunca los había oído. Tampoco había oído a Julieta, cuando ella intentaba decirlo cómo se sentía; especialmente cuando estaba triste. Le hacía recordar que él también estaba triste. De hecho, una de las razones por las que había decidido dejarse la armadura puesta todo el tiempo era porque así ahogaba la triste voz de Julieta. Todo lo que tenía que hacer era bajar la visera y ya no la oía.
Julieta debía de haberse sentido muy sola hablando con un hombre envuelto en acero; tan sola como él se había sentido en esta lúgubre habitación. Su propio dolor y su soledad afloraron. Comenzó a sentir el dolor y la soledad de Julieta también. Durante años, la había obligado a vivir en un castillo de silencio. Se puso a llorar.
El caballero lloró tanto que las lágrimas se derramaron por los agujeros de la visera y empaparon la alfombra que había debajo de él. Las lágrimas fluyeron hacia la chimenea y apagaron el fuego. En realidad, toda la habitación había empezado a inundarse, y el caballero se hubiera ahogado si no fuera porque en ese preciso instante apareció otra puerta.
Aunque estaba exhausto por el diluvio, se arrastró hasta la puerta, la abrió y entró en una habitación que no era mucho más grande que el establo de su caballo.
- Me pregunto por qué las habitaciones son cada vez más pequeñas - dijo en voz alta.
Una voz replicó:
- Porque os estáis acercando a vos mismo.
Sobresaltado, el caballero miró a su alrededor. Estaba solo, o eso había creído. ¿Quién había hablado?
- Tú has hablado - dijo la voz como respuesta a su pensamiento.
La voz parecía venir de dentro de sí mismo. ¿Eso era posible?
- Sí, es posible - respondió la voz - Soy tu verdadero yo.
- Pero si yo soy mi yo verdadero. Protestó el caballero.
- Mírate - pronunció la voz con ligera aversión. Ahí sentado medio muerto, dentro de ese montón de lata, con la visera oxidada y la barba hecha una sopa. Si tú eres tu verdadero yo, ¡los dos estamos con problemas!
- Ahora óyeme tú a mí - dijo el caballero - He vivido todos estos años sin oír una palabra sobre ti. Ahora que oigo, lo primero que me dices es que tú eres mi verdadero yo. ¿Por qué no me habías hablado antes?
- He estado aquí durante años - replicó la voz - pero ésta es la primera vez que estás lo suficientemente silencioso como para oírme.
El caballero dudó.
- Si tú eres mi verdadero yo, entonces, por favor, dime ¿quién soy yo?
La voz replicó amablemente.
- No puedes pretender aprender todo de golpe. ¿Por qué no te vas a dormir?
- Esta bien - dijo el caballero - pero antes, quiero saber cómo debo llamarte.
-¿Llamarme? - preguntó la voz, perpleja - Pero si yo soy tú.
- No puedo llamarte yo. Me confunde.
- Está bien. Llámame Sam
- ¿Por qué Sam?
-¿Y por qué no? - fue la respuesta.
- Tienes que conocer a Merlín - dijo el caballero, empezando a cabecear de cansancio. Luego se le cerraron los ojos mientras se sumergía en un profundo y dulce sueño.
Cuando despertó, no sabía dónde estaba. Tan sólo era consciente de sí mismo. El resto del mundo parecía haberse desvanecido. A medida que se fue despertando, el caballero se fue dando cuenta de que Ardilla y Rebeca estaban sentadas sobre su pecho.
-¿Cómo habéis entrado aquí? - preguntó.
Ardilla rió.
- No estamos ahí.
- Vos estáis aquí - arrulló Rebeca.
El caballero abrió más los ojos y se sentó. Miró a su alrededor sorprendido. Sin lugar a dudas, se encontraba sentado sobre el Sendero de la Verdad, al otro lado del Castillo del Silencio.
-¿Cómo salí de allí? - preguntó.
Rebeca le respondió:
- De la única manera posible, pensando.
- Lo último que recuerdo - dijo el caballero - es que estaba sentado hablando con... - Aquí se detuvo. Quería contarles a Rebeca y Ardilla acerca de Sam, pero no era fácil de explicar. Además, podía habérselo imaginado todo. Tenía mucho que pensar. El caballero se rascó la cabeza, pero tardó un momento en darse cuenta de que en realidad estaba rascando su propia piel. Se llevó las dos manos envueltas en acero a la cabeza. ¡Su yelmo había desaparecido! Se tocó la cara y la larga barba -¡Ardilla! ¡Rebeca! - gritó.
- Ya lo sabemos - dijeron en un alegre unísono - Habéis debido llorar otra vez en el Castillo del Silencio.
- Lo hice - replicó el caballero - Pero, ¿cómo puede haberse oxidado todo un yelmo en una noche?
Los animales rieron con estrépito. Rebeca yacía sin aliento, dando aletazos contra el suelo. Al caballero le pareció que estaba fuera de sus pajarillos. Exigió que le hicieran saber qué era tan gracioso.
Ardilla fue la primera en recuperar el aliento.
- No estuvisteis sólo una noche en el castillo.
- Entonces, ¿durante cuánto tiempo?
- ¿Y si os dijera que mientras estabais ahí dentro pude haber recogido fácilmente más de cinco mil nueces?
-¡Diría que estáis loca! - exclamó el caballero.
- Pues permanecisteis en el castillo durante mucho, muchísimo tiempo - afirmó Rebeca.
El caballero dejó caer la mandíbula incrédulo. Miró hacia el cielo y, con una resonante voz, dijo:
- Merlín, debo hablar con vos.
Como había prometido, el mago apareció inmediatamente. Iba desnudo, a excepción de su larga barba y estaba completamente mojado. Parecía que el caballero le había cogido mientras tomaba un baño.
- Lamento la intrusión - dijo el caballero - pero era una urgencia. YO...
- No hay problema - dijo Merlín, interrumpiéndolo - Los magos somos molestados a menudo.- Se sacudió el agua de la barba - Respondiendo a vuestra pregunta, he de deciros que es verdad. Permanecisteis en el Castillo del Silencio por un largo tiempo.
Merlín no dejaba de sorprender al caballero.
- ¿Cómo sabíais lo que quería preguntaros?
- Como me conozco, puedo conoceros. Somos todos parte el uno del otro.
El caballero pensó un momento.
- Estoy empezando a entender. ¿He podido comprender el dolor de Julieta porque soy parte de ella?
- Sí - respondió Merlín - Por eso pudisteis llorar por ella y por vos mismo. Fue la primera vez que derramasteis lágrimas por otra persona.
El caballero le dijo a Merlín que se sentía orgulloso. El mago sonrió indulgente.
- Uno no debe sentirse orgulloso por ser humano. Tiene tan poco sentido como que Rebeca se sintiera orgullosa por poder volar. Rebeca nació con alas. Vos nacisteis con un corazón, y ahora lo estáis utilizando, como es natural.
- Realmente sabéis cómo desanimar a un amigo, Merlín.
- No era mi intención ser duro con vos. Lo estáis haciendo bien, de no ser así, no hubierais conocido a Sam
El caballero se sintió aliviado.
- Entonces, ¿lo oí realmente? ¿No fue sólo mi imaginación?
Merlín soltó una risita ahogada.
- No, Sam es real. De hecho, es un yo más real que el que habéis estado llamando yo durante estos años. No os estáis volviendo loco. Simplemente, estáis empezando a oír a vuestro yo verdadero. Por esta razón el tiempo transcurrió sin que os dierais cuenta.
- No lo comprendo - dijo el caballero.
- Comprenderéis cuando hayáis pasado por el Castillo del Conocimiento.
Antes de que el caballero pudiera hacer más preguntas, Merlín desapareció.
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Fisher, Robert, El Caballero de la Armadura Oxidada (12ª edición), 2002, Obelisco: Barcelona, ISBN 9788477209676

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